Tras ver la última entrega de la saga Bond pensé en escribiros una crítica, pero he encontrado una que cuenta, mucho mejor de lo que yo lo habria hecho, todo lo relevante del film y de su esencia. Os transcribo dicha crítica escrita por "El Conde de Montecorvo":
Casino Royale, fue la primera novela de Ian Fleming sobre el agente secreto más conocido del mundo y si había algun modo de reciclarlo, era con la pieza original, la que lo vio nacer. "Casino Royale" es a James Bond lo que "Batman Begins" fue para el Hombre Murciélago. Un descenso al hombre tras la coraza, la primera incursión en la motivación y la forja del carácter de 007. No es más realista, pero sí más austera. Y no por eso menos efectiva, sino todo lo contrario.
El film se estructura como una larga presentación en tres actos, que va creciendo a medida que avanza el metraje. Espía tosco al principio, impostor de esmóquing en la mitad y agente 007 al final, la evolución es constante. Todo acompaña este nacimiento: desde la actuación de Daniel Craig (impecable) a la orquestación (atentos a la escasa inclusión del tema de John Barry, que llega cuando tiene que llegar, como pasó con la marcha imperial en el Episodio III de Star Wars), a la dirección de Martin Campbell.
Sorprende que el rupestre director de "Golden Eye" haya labrado un trabajo tan sutil y físico a la vez. El prólogo, en blanco y negro, ya nos advierte que estamos ante un film diferente al resto. La primera persecución, que no llega hasta después de los créditos es muy sólida: produce vértigo. Estamos ante un film de espionaje tosco, desnudo de todo glamour, despojado de las características de la saga. Bond suda al correr y se golpea al caer, pero tiene los recursos. Es un diamante en bruto.
Así vemos a Craig dotarle de una personalidad muy callejera, con un humor muy negro. Ejerce más de detective privado, indagando, siguiendo rastros, discutiendo con M y usando a las mujeres como un medio para llegar al objetivo. Se podrá decir que la parte del aeropuerto es puro relleno, adrenalina que, de ser recortada en la sala de montaje, no hubieramos notado su ausencia. Sin embargo es una aportación más a la deconstrucción bondiana: él es un agente de campo que se enfrenta a trabajo de campo, como atentados terroristas hechos por terroristas comunes. La paranoia post 11-S por fin ha llegado a su mundo de villanos de mentira.
El segundo capítulo es el más arriesgado de todo el film: la parte del casino. Bond está fuera de lugar, en un sitio que no le corresponde por clase, aunque tenga que simularlo. Es el personaje de Versper Lynd (Eva Green) el encargado de hacerle de Pigmalión. Saca tu ego de la ecuación, como dice M, en una frase del soberbio guión de Paul Haggis. Aquí Bond es un impostor, y como tal comete más errores que de costumbre. Martin Campbell acierta de lleno al narrar la partida de póker de forma no lineal. ¡Que el núcleo de un film de Bond le mantenga sentado cara a cara con su enemigo es insólito! Martin rompe la continuidad temporal, y fragmenta las escenas, dosifica la acción y pela los sentimientos del agente 007 como una manzana. El elenco muestra sus cartas, y se nos aparece la que quizá es la película de la saga más dialogada.
James Bond y Vesper Lynd son demasiado parecidos y demasiado diferentes, o al menos eso se desprende de sus diálogos, chispeantes algunos, tristes otros. Eva Green aporta una nota de melancolía al personaje muy profunda, con un rostro bellísimo y una silueta esbelta, que ilumina toda las escenas donde sale. Y si bien tiene unos pechos enormes, condición sine quanon para ser chica Bond, no acaba de parecerlo del todo. Como los demás elementos del film, hay una nota discordante con la tradición. Le Chiffre, como villano, pálido, de ojos macedonios y con tendencia a llorar sangre, ya entra dentro de los parámetros de la saga. Si bien en mi opinión está algo desaprovechado, porque no deja de ser un maloso menor. Con él, Bond se encuentra con la primera paradoja: tiene el doble cero, pero no puede matarle. Lo que no quita que mate, y mucho. Pero le cuesta, no es el pim pam pum de matar como el que pica el billete del autobús. Matar a un hombre es un trabajo duro y costoso, y te destroza los nudillos: la imagen de Bond levantándose resoplando con el esmóking manchado completamente de sangre es soberbia. Como también lo es la escena de la tortura, de la que no diré nada más que Bond demuestra que el sentido del humor británico no está reñido con la chulería. Prácticamente no hay persecución de coches, por cierto.
Tercer y último acto, sin islas tropicales ni cuevas dentro de volcanes, solo Venecia y una historia de amor. Curiosamente, la parte más deudora de Lazenby, se convierte en la eclosión del verdadero Bond. Todas las piezas dispersas a lo largo del film, todas las notas discordantes, se han ido encajando para formar una melodía, de sobras conocida. Solo la tragedia es capaz de interpretar esta partitura. Solo el dolor es capaz de crear un asesino como Bond. Daniel Craig hace crecer a su personaje, le da un aire que es la suma de todos los anteriores. Tiene el sentido del humor de Roger Moore, el amor roto de George Lazenby, la dureza implacable de Timoty Dalton, el saber estar de Pierce Brosnan, y la hijoputería de Sean Connery. El último plano, absolutamente catártico, es puro Connery. O, quizá mejor, puro Bond... James Bond.
Casino Royale, fue la primera novela de Ian Fleming sobre el agente secreto más conocido del mundo y si había algun modo de reciclarlo, era con la pieza original, la que lo vio nacer. "Casino Royale" es a James Bond lo que "Batman Begins" fue para el Hombre Murciélago. Un descenso al hombre tras la coraza, la primera incursión en la motivación y la forja del carácter de 007. No es más realista, pero sí más austera. Y no por eso menos efectiva, sino todo lo contrario.
El film se estructura como una larga presentación en tres actos, que va creciendo a medida que avanza el metraje. Espía tosco al principio, impostor de esmóquing en la mitad y agente 007 al final, la evolución es constante. Todo acompaña este nacimiento: desde la actuación de Daniel Craig (impecable) a la orquestación (atentos a la escasa inclusión del tema de John Barry, que llega cuando tiene que llegar, como pasó con la marcha imperial en el Episodio III de Star Wars), a la dirección de Martin Campbell.
Sorprende que el rupestre director de "Golden Eye" haya labrado un trabajo tan sutil y físico a la vez. El prólogo, en blanco y negro, ya nos advierte que estamos ante un film diferente al resto. La primera persecución, que no llega hasta después de los créditos es muy sólida: produce vértigo. Estamos ante un film de espionaje tosco, desnudo de todo glamour, despojado de las características de la saga. Bond suda al correr y se golpea al caer, pero tiene los recursos. Es un diamante en bruto.
Así vemos a Craig dotarle de una personalidad muy callejera, con un humor muy negro. Ejerce más de detective privado, indagando, siguiendo rastros, discutiendo con M y usando a las mujeres como un medio para llegar al objetivo. Se podrá decir que la parte del aeropuerto es puro relleno, adrenalina que, de ser recortada en la sala de montaje, no hubieramos notado su ausencia. Sin embargo es una aportación más a la deconstrucción bondiana: él es un agente de campo que se enfrenta a trabajo de campo, como atentados terroristas hechos por terroristas comunes. La paranoia post 11-S por fin ha llegado a su mundo de villanos de mentira.
El segundo capítulo es el más arriesgado de todo el film: la parte del casino. Bond está fuera de lugar, en un sitio que no le corresponde por clase, aunque tenga que simularlo. Es el personaje de Versper Lynd (Eva Green) el encargado de hacerle de Pigmalión. Saca tu ego de la ecuación, como dice M, en una frase del soberbio guión de Paul Haggis. Aquí Bond es un impostor, y como tal comete más errores que de costumbre. Martin Campbell acierta de lleno al narrar la partida de póker de forma no lineal. ¡Que el núcleo de un film de Bond le mantenga sentado cara a cara con su enemigo es insólito! Martin rompe la continuidad temporal, y fragmenta las escenas, dosifica la acción y pela los sentimientos del agente 007 como una manzana. El elenco muestra sus cartas, y se nos aparece la que quizá es la película de la saga más dialogada.
James Bond y Vesper Lynd son demasiado parecidos y demasiado diferentes, o al menos eso se desprende de sus diálogos, chispeantes algunos, tristes otros. Eva Green aporta una nota de melancolía al personaje muy profunda, con un rostro bellísimo y una silueta esbelta, que ilumina toda las escenas donde sale. Y si bien tiene unos pechos enormes, condición sine quanon para ser chica Bond, no acaba de parecerlo del todo. Como los demás elementos del film, hay una nota discordante con la tradición. Le Chiffre, como villano, pálido, de ojos macedonios y con tendencia a llorar sangre, ya entra dentro de los parámetros de la saga. Si bien en mi opinión está algo desaprovechado, porque no deja de ser un maloso menor. Con él, Bond se encuentra con la primera paradoja: tiene el doble cero, pero no puede matarle. Lo que no quita que mate, y mucho. Pero le cuesta, no es el pim pam pum de matar como el que pica el billete del autobús. Matar a un hombre es un trabajo duro y costoso, y te destroza los nudillos: la imagen de Bond levantándose resoplando con el esmóking manchado completamente de sangre es soberbia. Como también lo es la escena de la tortura, de la que no diré nada más que Bond demuestra que el sentido del humor británico no está reñido con la chulería. Prácticamente no hay persecución de coches, por cierto.
Tercer y último acto, sin islas tropicales ni cuevas dentro de volcanes, solo Venecia y una historia de amor. Curiosamente, la parte más deudora de Lazenby, se convierte en la eclosión del verdadero Bond. Todas las piezas dispersas a lo largo del film, todas las notas discordantes, se han ido encajando para formar una melodía, de sobras conocida. Solo la tragedia es capaz de interpretar esta partitura. Solo el dolor es capaz de crear un asesino como Bond. Daniel Craig hace crecer a su personaje, le da un aire que es la suma de todos los anteriores. Tiene el sentido del humor de Roger Moore, el amor roto de George Lazenby, la dureza implacable de Timoty Dalton, el saber estar de Pierce Brosnan, y la hijoputería de Sean Connery. El último plano, absolutamente catártico, es puro Connery. O, quizá mejor, puro Bond... James Bond.